4 jul 2012

Every angel is terrifying (y yo me perdí en la selva)


Bañera. Azulejos blancos y luz anaranjada atravesando los toldos y colándose por los ventanales del atardecer. Al cerrar los ojos recuerdo (me viene solo a la cabeza) el sol atravesando las celosías blancas y proyectándose en las paredes encaladas del baño en la casa del DF. Era niña. Ahora no. La tina tibia de loza con relieves celestes de formas vegetales, la claraboya translúcida del techo, el biombo lacado azul egeo y el silencio hueco de las gotas resbalando desde el grifo hasta (reventar en) el agua.

Ei, niña! Shhhh... y aparecía su rostro en el umbral, detrás su cuerpo desnudo ya blando del tiempo, tan blanco, y compartiamos noches de bañera, palabras, pasado, a veces lágrimas, y yo le hablaba de ellas. Shhh... -otra vez-, que nada de esto saldrá de aquí. Ella podía leer la ansiedad en mis ojos mientras yo miraba deslumbrada los botones rojos de coral en sus orejas, y alternando cuentas de azabache en el cuello.

Apuro el porro. Escucho hasta con los ojos y la boca y me parece oirla. Parece que fuera a abrir la puerta del baño del hotel y entrar. Miro como, sobre el perfil de la ciudad calcinada por el sol, se eleva el aire ondulante que hierve la caldera bajo las galerías subterráneas de Madrid. Ahí abajo no hay un lago de hielo, sino un pozo oscuro de llamas, estado de pérdida: seres más desafortunados que cualesquiera otros miserables, y allí la bestia y el falso profeta. Me veo en perspectiva, bajo el agua, desde las tetas hasta los pies, el pubis como una isla, veo mi cuerpo deformado por la lente que me sumerge y trato de alcanzar el final de la bañera. Fuera, una gran plaza pavimentada y sin árboles. No me apetece salir a pesar de la fiesta. Sólo recordarla.

La Sra. Garavelli... Mi abuela sólo salió de Europa dos veces: una, en vida, camino de México tras la guerra. Otra, ya muerta, para su sepultura en el cementerio del Monte de los Olivos, Jerusalem. El resto de su vida fue inexplicable para mí hasta que una tarde empezó a desgranarme a retazos parte de su pasado escrito en un cuaderno de partituras musicales como una melodía. Se reclinaba suave sobre su abdomen y se abría camino en el aire con ceremoniosos movimientos de brazos y manos entre su fe y los pensamientos oscuros. Solo conocía y practicaba dos vicios: fumar con cierta ceremonia -fumaba mucho, con sus manos de dedos finos, oblicuas y caídas- y bebía whisky con té. Uno tercero fue, y es ya, innombrable para ella. Sólo temía una cosa: la caida de una realidad fisica, la suya. Sabía que el tiempo la hacía consciente de su propia mortalidad; intima, arropada en el calor de los años, miraba el pasado en papel sepia y dormía, recostada en su hamaca con dosel, envuelta en sedas. Con la certidumbre del miedo al final: el sentimiento nostálgico de brevedad del sol tan lejos ya de las frías tierras maternas de su infancia desnuda.

La señora Garavelli: ¿de dónde sales ahora en mi mente? De dónde tu cuerpo esbelto, mórbido, pálido y frío de tímida rusa imperial del siglo XIX. Mi rostro la interrogaba, mis ojos la escrutaban y, sólo entonces, comenzaba a contarme –me desconcertaba su sinceridad-, lentamente, con su suave pronunciación francesa, leve y casi incorpórea, recostada su espalda contra la pared de la bañera: vi la luz en 1917, casi como la Revolución, sobre la plataforma de un vagón de tren camino de la estación de Kursk, Moscú, atendida por un anciano ciudadano-revisor y con el melancólico sonido de fondo de un acordeón y el olor ahumado del té de los samovares del vagón-restaurante, pero mi infancia discurrió en la templada Yalta, al sur de la península de Crimea. Mi abuelo murió en un lecho ajeno pero arropado: entre los brazos de una geisha. Era desertor de la flota báltica del almirante Alekseyev, un incompetente. Harto de comer carne con gusanos, harto de las sistemáticas violaciones de los oficiales..., camino del ferrocarril meridional de manchuria, desesperado, sumido, perdido buscando en aquella dulce y gris guerra ruso-japonesa que puso al borde del colapso la estrategia de los zares en 1904. Y mi padre poco tiempo después de nacer yo: murió, sin armas entre las manos, a causa de un disparo fortuito que nunca supimos si rojo o blanco: trataba de encontrar amabilidad, justicia, honor, caridad, sexo en aquellas nuevas ideas ya pensadas hace tanto tiempo y hechas al fin realidad. Y conservo un recuerdo borroso de la primera persona que vi conviviendo junto a mi madre, a quién amé de igual modo y con las mismas maneras que ella lo hacía: me enseñó a hablar su lengua materna, el francés, y la convenció para que me dejara pasear desnuda y con la cabeza descubierta por la dacha en los tibios veranos de Yalta... La casa de mi madre tenía las puertas siempre abiertas a la gente más brillante y heterogénea, y en ella, con ella, compartí sus visitas más íntimas de entonces: no pasaba un día sin que yo... me sintiera alagada en mi belleza por el especial cariño que me profesaban, cediendo a sus inclinaciones más espontaneas y variadas, incluso sin que mi madre tuviera conocimiento de ello. Estudiante en Moscú y Novgorod. Exiliada en Milán, pasados los primeros momentos difíciles, construyó un pequeño hogar en el que quiso instalar a su madre Arsenieva, sola en Rusia -siempre habló de Rusia, nunca de otra cosa-, y a la que debe su mundo como mujer: su irrupción en la carne. El polvo de arroz sobre el rostro limpio de artificios excepto el carmín muy rojo. Rojo como el de las banderas rojas de aquellos jóvenes contemporáneos que soñaron el futuro de mi juventud". 

Sus senos de marmol blanco y bellos como de una venus de milo apocrifa, el cabello recogido sobre la nuca despejada que mostraba, desnudo, su fino cuello, frágil y sensible; y su cuerpo terso y amplio, su vientre blando pero liso, aún como de la joven matriarca inexperta de su ya lejana edad temprana, se estremecía con sus palabras... Desde lejos tal vez hubiera captado mejor yo esta belleza. La mía es otra. Me sumerjo mientras me corro. Me meto en la cama, empapada. Dejo pasar los días.