17 dic 2012

TIME IS A JET PLANE... IT MOVES TOO FAST

Regreso después de tres meses de ausencia. Me quema bajo los pies el suelo que piso. De vuelta, giro la llave y entro en casa. No escribo, sé que no escribo. No escribo pero el tiempo sí se mueve -no pasa: se mueve- rápido, tan rápido como los aviones. Si no pasa nada, el tiempo no pasa. O sea, no se mueve. El tiempo se mueve, se acelera cuando suceden cosas. Porque el tiempo siempre ha sido un aliado estratégico. El tiempo se acelera, se mueve rápido en la historia: las cosas cambian, sucede la revolución. No, no escribo desde el mes de julio porque nada había cambiado. Ni aquí ni en ninguna otra parte (es el tiempo, hoy todo en crisis, el que está en crisis y ha cambiado: cambia la percepción, el uso y la explotación del tiempo. Como el trabajo. Hoy ya el tiempo no es un camino hacia el progreso, sino al crecimiento del beneficio. El tiempo es circular. Y el trabajo no es un derecho, sino una concesión. Todo parece llevar de regreso a la Edad Media). Aún así, el tiempo se ha movido para mí. Yo con él.

En agosto la ciudad se desdibujaba en mañanas grises y bochorno abúlico. Turistas -y no viajeros- que creen llegar a un edén que sólo es selva de puertas cerradas, asfalto deshabitado de vida y largas colas en los museos. Me quedé aquí para huir después.

En septiembre, casi antes de que otras ciudades europeas ardieran en protestas y violencia, me engaño a mí misma camino de Nepal. Seis pares de bragas, seis camisetas, tres pantalones, jabón y el cepillo de dientes en la mochila. No tener nada parece sencillo. Monjes burdeos y azafrán a quienes sólo les pertenece su ropa interior, ciudades apéndice de monasterios donde todo es de todos porque nadie tiene nada. Pobreza de arroz y harina, de agua y verduras. Traduzco palabras al inglés a un lama y sus discípulos en el monasterio de Khawalung. No sé por qué necesitan aprender inglés estos pequeños budillas de cráneo rasurado que no conocen ninguna carnalidad y que se debaten -mientras memorizan textos y dibujan caligrafía tibetana- en miradas aparentemente tímidas entre no ser y trascender espiritualmente -nirvana sin música- junto al regazo de un profeta de la luz escapando de aquellos eriales nada hermosos, sólo extrañamente lunares. Diferentes. Allí aprendo a dejar de pertenecerme a mí misma. Y de fumar.

Cierro la puerta tras de mí cuando diciembre languidece helando y anocheciendo las calles de París. Otra vez rutina hecha de ceniza. ¿Cuántas veces respondiste cuando necesité tu ayuda? Me diste la llave de tu puerta y un plano para alcanzarla. Pero ahora la playa desierta y los restos del naufragio mienten sobre la arena de nuestros días pasados, escrito en una nota bajo la puerta. Ahora tus ojos no reconocen el camino trazado por tus dedos. ¿Regresas?

Desvelada, velo en penumbra hasta descubrir que la vigilia es sueño. Sueño despierta. Y el sueño es una realidad confundida de presente y viejos ayeres. No me gusta. Nada. Tan confundida, recuesto la cabeza. Cierro los ojos. Respiro hondo. Me desdibujo, desmadejada, con la nota entre los dedos.

Ella era ciega y ahora no. Reina entre las sombras, ha vapuleado a la oscuridad. ¡Para qué la oscuridad si no es el fondo de los sueños! La quería, la quise ayer y ahora no. Antes veía mis ojos con sus dedos, ahora los mira y los ve –ay, la medicina!- y no está segura de que lo que ve le guste. Era salvaje. Ciega y salvaje. Derrotada su alma en el suelo mientras su cuerpo seguía aún sudando entre mis brazos. Y mis ojos eran su lazarillo y su retrato hablado. Ella sólo ponía las lágrimas, que yo no tengo, sobre mi vientre. Ahora rodeo con los brazos a su hija. Y la adopto. Este bebé. Desde que hace unos días vi Cesare deve morire me da vueltas en la cabeza una frase de la película: desde que he conocido el arte esta celda se ha convertido en una prisión. El arte, la vida. Qué más da. Esta vida me empuja en dirección desconocida. Laura se marcha dejando esta pequeña criatura, con mi nombre. Conmigo. Vuela, ahora que puedes ver el cielo...

4 jul 2012

Every angel is terrifying (y yo me perdí en la selva)


Bañera. Azulejos blancos y luz anaranjada atravesando los toldos y colándose por los ventanales del atardecer. Al cerrar los ojos recuerdo (me viene solo a la cabeza) el sol atravesando las celosías blancas y proyectándose en las paredes encaladas del baño en la casa del DF. Era niña. Ahora no. La tina tibia de loza con relieves celestes de formas vegetales, la claraboya translúcida del techo, el biombo lacado azul egeo y el silencio hueco de las gotas resbalando desde el grifo hasta (reventar en) el agua.

Ei, niña! Shhhh... y aparecía su rostro en el umbral, detrás su cuerpo desnudo ya blando del tiempo, tan blanco, y compartiamos noches de bañera, palabras, pasado, a veces lágrimas, y yo le hablaba de ellas. Shhh... -otra vez-, que nada de esto saldrá de aquí. Ella podía leer la ansiedad en mis ojos mientras yo miraba deslumbrada los botones rojos de coral en sus orejas, y alternando cuentas de azabache en el cuello.

Apuro el porro. Escucho hasta con los ojos y la boca y me parece oirla. Parece que fuera a abrir la puerta del baño del hotel y entrar. Miro como, sobre el perfil de la ciudad calcinada por el sol, se eleva el aire ondulante que hierve la caldera bajo las galerías subterráneas de Madrid. Ahí abajo no hay un lago de hielo, sino un pozo oscuro de llamas, estado de pérdida: seres más desafortunados que cualesquiera otros miserables, y allí la bestia y el falso profeta. Me veo en perspectiva, bajo el agua, desde las tetas hasta los pies, el pubis como una isla, veo mi cuerpo deformado por la lente que me sumerge y trato de alcanzar el final de la bañera. Fuera, una gran plaza pavimentada y sin árboles. No me apetece salir a pesar de la fiesta. Sólo recordarla.

La Sra. Garavelli... Mi abuela sólo salió de Europa dos veces: una, en vida, camino de México tras la guerra. Otra, ya muerta, para su sepultura en el cementerio del Monte de los Olivos, Jerusalem. El resto de su vida fue inexplicable para mí hasta que una tarde empezó a desgranarme a retazos parte de su pasado escrito en un cuaderno de partituras musicales como una melodía. Se reclinaba suave sobre su abdomen y se abría camino en el aire con ceremoniosos movimientos de brazos y manos entre su fe y los pensamientos oscuros. Solo conocía y practicaba dos vicios: fumar con cierta ceremonia -fumaba mucho, con sus manos de dedos finos, oblicuas y caídas- y bebía whisky con té. Uno tercero fue, y es ya, innombrable para ella. Sólo temía una cosa: la caida de una realidad fisica, la suya. Sabía que el tiempo la hacía consciente de su propia mortalidad; intima, arropada en el calor de los años, miraba el pasado en papel sepia y dormía, recostada en su hamaca con dosel, envuelta en sedas. Con la certidumbre del miedo al final: el sentimiento nostálgico de brevedad del sol tan lejos ya de las frías tierras maternas de su infancia desnuda.

La señora Garavelli: ¿de dónde sales ahora en mi mente? De dónde tu cuerpo esbelto, mórbido, pálido y frío de tímida rusa imperial del siglo XIX. Mi rostro la interrogaba, mis ojos la escrutaban y, sólo entonces, comenzaba a contarme –me desconcertaba su sinceridad-, lentamente, con su suave pronunciación francesa, leve y casi incorpórea, recostada su espalda contra la pared de la bañera: vi la luz en 1917, casi como la Revolución, sobre la plataforma de un vagón de tren camino de la estación de Kursk, Moscú, atendida por un anciano ciudadano-revisor y con el melancólico sonido de fondo de un acordeón y el olor ahumado del té de los samovares del vagón-restaurante, pero mi infancia discurrió en la templada Yalta, al sur de la península de Crimea. Mi abuelo murió en un lecho ajeno pero arropado: entre los brazos de una geisha. Era desertor de la flota báltica del almirante Alekseyev, un incompetente. Harto de comer carne con gusanos, harto de las sistemáticas violaciones de los oficiales..., camino del ferrocarril meridional de manchuria, desesperado, sumido, perdido buscando en aquella dulce y gris guerra ruso-japonesa que puso al borde del colapso la estrategia de los zares en 1904. Y mi padre poco tiempo después de nacer yo: murió, sin armas entre las manos, a causa de un disparo fortuito que nunca supimos si rojo o blanco: trataba de encontrar amabilidad, justicia, honor, caridad, sexo en aquellas nuevas ideas ya pensadas hace tanto tiempo y hechas al fin realidad. Y conservo un recuerdo borroso de la primera persona que vi conviviendo junto a mi madre, a quién amé de igual modo y con las mismas maneras que ella lo hacía: me enseñó a hablar su lengua materna, el francés, y la convenció para que me dejara pasear desnuda y con la cabeza descubierta por la dacha en los tibios veranos de Yalta... La casa de mi madre tenía las puertas siempre abiertas a la gente más brillante y heterogénea, y en ella, con ella, compartí sus visitas más íntimas de entonces: no pasaba un día sin que yo... me sintiera alagada en mi belleza por el especial cariño que me profesaban, cediendo a sus inclinaciones más espontaneas y variadas, incluso sin que mi madre tuviera conocimiento de ello. Estudiante en Moscú y Novgorod. Exiliada en Milán, pasados los primeros momentos difíciles, construyó un pequeño hogar en el que quiso instalar a su madre Arsenieva, sola en Rusia -siempre habló de Rusia, nunca de otra cosa-, y a la que debe su mundo como mujer: su irrupción en la carne. El polvo de arroz sobre el rostro limpio de artificios excepto el carmín muy rojo. Rojo como el de las banderas rojas de aquellos jóvenes contemporáneos que soñaron el futuro de mi juventud". 

Sus senos de marmol blanco y bellos como de una venus de milo apocrifa, el cabello recogido sobre la nuca despejada que mostraba, desnudo, su fino cuello, frágil y sensible; y su cuerpo terso y amplio, su vientre blando pero liso, aún como de la joven matriarca inexperta de su ya lejana edad temprana, se estremecía con sus palabras... Desde lejos tal vez hubiera captado mejor yo esta belleza. La mía es otra. Me sumerjo mientras me corro. Me meto en la cama, empapada. Dejo pasar los días.


7 may 2012

Un simple détour du destin

Anoche me acosté con Carla. No, no con la mujer del perdedor. Me acosté con Carla Princen, una colaboradora de su oficina electoral, triste y desconsolada tras la derrota. Poco después de las 20:00 recibía un whatsapp suyo: les rouges triomphent! Letra más o menos, es el mismo titular de las páginas del diario para el que trabajo. Me siento como apuñalada, parecía decir. Conocí a Carla hace una docena de días: me llamó para colaborar en unas infografías electorales antes del débat Holande-Sarkozy. Caprichos del azar.

Invitó ella. Por eso comimos en Le Zyriab aquel mediodía de sol huidizo y cobarde. Yo no tengo pasta para gastar en una una comida así. En realidad, aprovecha para contarme su propia historia. De momento la historia de un fracaso. Carla es de origen sefardí pieds-noirs, familia pequeño-burguesa venida a más de regreso a Francia. Pero su biografía personal se escribe en la pizarra semivacía de novicia caprichosa y mohín triste. Sentada frente a ella, primero miro a mi alrededor incómoda como si alguien me observara y, luego, paso la yema de mi pulgar derecho sobre la huella de cada uno de mis otros dedos. Es un gesto de impaciencia que hago cuando el silencio dura demasiado. No es guapa y es tímida. Lleva zapatos louboutin de terciopelo azul y el casco de su moto a juego. Tartamudea un poco al hablar, pero mira muy fijo a los ojos. Verdes. Monta a caballo y compite: con el caballo y también sola. Ambas cosas con poco éxito -qué palabra-. Vive entre el distrito XVI y XVII -no son los banlieu que Kassovitz relató en La Haine y ardieron en 2005, ni el fronterizo Goutte d'Or-: allí donde tranquilizan la conciencia ex bienpensantes, ex progresistas y ex intelectuales simplificando una verdad inexistente para poder dormir sin más dosis de la precisa de ansiolíticos y relajantes musculares. Trabajaba, Carla, ayudando a explicar a Sarko que se puede privatizar la realidad: contar lo que sucede de modo que no se reconozca. Reformatear las conciencias. Cambiar los valores. Hacer clientes de la ciudadanía. Dejar en el imaginario colectivo la idea de que cualquier reivindicación -social- es reaccionaria. Una patriota. Visto lo visto, los ciudadanos al final lo son y no son tan tontos.

Lo de anoche en la Bastille fue una concesión a la dignidad de 1981. Un relámpago sobre la cabeza del canciller alemán -en realidad Merkel es un hombre con tetas, no una mujer-. La campaña de las presidenciales comenzó con el alma blanda de Hollande aplastada en las encuestas por el proxeneta DSK y por un Sarkozy alzado del suelo primero por una apoteosis de balas, más tarde en plenitud de escenografía fascista con la Tour Eiffel al fondo, como Hitler tomando París. No. No hace falta bajar del cielo para hacer de la tierra el cielo, sino al revés. Carla lleva bragas de La Perla color azul eléctrico. O, lo que es lo mismo, su Kawasaki Ninja ZX-12R es del mismo color que sus bragas: el bleu del drapeau tricolore, azul del fondo electoral de Nicolas, panton reflex blue. Como su casco y sus zapatos. Ayer Hollande aparecía triunfal y apocado: como pidiendo perdón con los ojos a su ex, Ségolène. Sarkozy, Bonaparte del siglo XXI, relataba su amor -odio en los ojos- a la clase media francesa que le ha traicionado por su traición llena de palabras lepenistas. Siempre ganan los otros, pienso mientras subo a un taxi camino de avenue Foch, donde vive Carla. Ganan los otros, da igual dónde. En Marruecos ganan los otros a pesar de que anuncian democracia; como en Rusia ganan los otros. Aquí, en Francia, hay casi un 20 % de otros. En España gobiernan los mismos otros vestidos de demócratas. Vichy o Franco, da igual. Soberanía popular secuestrada, súbditos devenidos en bonzos, vidas marcadas a fuego por una aritmética financiera impúdica que obliga a encontrar el alimento en los cubos de la basura. Los intelectuales no es que no existan, o sí: es que reaccionan en lugar de anticiparse, pensamiento párvulo. Espectáculo infantil, incluso aquí donde nacieron. Somos pollos sin cabeza.

El hall de entrada en casa de Carla es más grande que todo mi apartamento. Todo es hermosamente frío y distante: un hogar administrativo más que burgués. Estancias amplias, cómodas, cálidas, confortables se abren a través de dobles puertas y una amplia escalera conduce a la planta superior. Asciendo detrás de Carla sin ver a nadie más. El color azul de los zapatos y del casco se repite en las paredes de su cuarto y, poco después, en su sujetador. Pienso sin fijarme demasiado al retirar sus bragas: un hermoso pubis desnudo casi infantil. Inmediatamente me corrijo: ¡¡es un coño, Luna!! Te estás dejando invadir por el ambiente... Ella llora su derrota sobre mi vientre mientras yo miro la lámpara azul y pienso en Tallulah Bankhead: Si volviera a nacer cometería los mismos errores, sólo que antes.

24 feb 2012

Pied à terre

A temporadas me siento como debió sentirse Mohamed Ali en 1971 al ver desde la lona el brillo de los focos del Madison Square Garden y la espalda de Frazier en la primera défaite de su carrera profesional y paso días sin hablar con nadie, sin escuchar a nadie, sin atender el teléfono, sin salir de casa ni de la cama –llamo al trabajo sin destaparme: estoy con gripe, ay, ay… - y me quedo aquí viendo pasar el frío detrás de los cristales durante una semana (en realidad mi alma asocial es así).

Pero igual, absolutamente, necesito salir a la calle y ser verbena y terremoto y no parar de hablar. Recorro calles vestida de esquimal. Piso el hielo, deslizo las botas patinando, marco huellas en la nieve, llevo una manta y tabaco a los clochards des Vosges, hago vaho en los cristales, cojo copos con la lengua entre la niebla, me caliento el culo en los capós de los coches recién aparcados.

El lunes pasado –los lunes son de color blanco, y no precisamente por la nieve; igual que hay otros días azules, rojos o negros-, en uno de estos accesos de socialdemocracia del alma conocí a Charlotte, venus proletaria: barre las calles de Belleville entre Hôpital Saint-Louis y Père Lachaise: Bd. de la Villete, Ménilmontant, Couronnes, Louis Blanc, Couronnes. Las mañanas como hoy, dibuja regatos de agua helada junto a las aceras desde las 6 a.m., los encauza hacia las bocas de hierro del subsuelo de Paris al que arrastran los restos del naufragio de noches eternas y turbias de babas, orines, semen, condones y otra suciedad de negocios carnales villonianos: a malas ratas, malos gatos.

Charlotte adora escuchar música: junto a las hojas y las escarchas de este invierno de tonos pardos vuelan entre sus oídos las notas de la Appassionata a un volumen de respiración entrecortada. Adora la música: vivir sin música es desagradable, pero al tiempo es degradante, y cita a Lenin: no puedo escuchar música muy a menudo, me dan ganas de acariciar la cabeza de la gente (…) Pero ahora no hay que acariciar la cabeza de nadie, sino que hay que golpear las cabezas, golpearlas sin piedad aunque idealmente estemos en contra de cualquier tipo de violencia contra las personas... es una tarea extremadamente difícil. Escuchar música y sentirse amable y dulce. Sentir amor. Charlotte, le digo: el único propósito del arte no es inspirar estados de ánimo. El significado del arte como medio de conocimiento es muy superior a su significado sentimental y material. Sensibilidad que destruye lo sensible, pienso: en la música no hay materia. Y caminamos juntas el espacio que va desde Villette hasta Rosiers, ella lleva la escoba y yo el carro. Le miro un poco el culo cuando camina delante.

Tras sus 7h. 37m. de jornada, Charlotte llama a mi puerta de autista de jornadas bajo el edredón. Ma balayeuse deja su chaleco amarillo-reflectante en el sofá y su tabardo verde ilumina la estancia –su escoba de ramas verdes, su carro verde de objetos sin dueño, su llave verde de bocas de riego, su boca que abre un alma verde de soledad de cantones, Charlotte, femme ma femme vert avec l’alma vert-. Y nuestro encuentro torna ceremonia de pieles frías y cálidas, de mejillas acaloradas y muslos de porcelana azul, profanaciones consentidas de umbrales sagrados y palabras suaves como rezadas al oído atento a susurros de palabras ausentes, maniobras imposibles y rosarios de cuentas de bolas chinas que en lugar de correr entre dedos beatos se deslizan suavemente entre las profundidades de la piel suave donde se abre rosa. Charlotte… después del susurro, la invito: baila este vals conmigo como si fuera un tango. Y su dulce letanía se deshace en mi oído como si ya se corriera: me dices que a veces eres el paracaídas y otras el cuchillo que corta sus cuerdas, que la vida al tiempo es el cáncer y el bisturí, el accidente y la mano que para la sangre. Y yo creo que siempre busco a otro. Porque nacemos, sí, y después se nos va acabando la suerte. Consumiría la vida contigo si hubiera algo que consumir, pero es que a veces una follando hace más que otros desde que nacen hasta que les cierran los párpados.

Putas. Y Staruss Kahn haciendo puta a una mujer o sintiéndose todavía vivo con sus putas. Alma negra. La falsa máscara de positividad nos hace ser desgraciados. En realidad nos hace ser desgraciados el infinito cinismo moral. Miro el Sena, gris escarcha, mientras se desliza a poco más de de 2 Km/h, invierno que inunda parques, bosques (Vincennes y Boulogne, Luxembourg, Muttes o Choisy: hojas de castaños, olmos, y parece ser que de ginkos) y la moral destructiva (el prefecto de París deforestó entre Bagatelle y Porte d’Auteuil para echar a las putas : males y remedios). Si París es la ciudad más arbolada de Europa, también es la que más putas tiene a los pies de sus árboles: Melun y Fontainebleau, puteros rondando aún la petite afrique de Boulogne, Concorde-Lafayette -le territoire des filles de l’Est-, Les Halles, St. Denis, St. Etienne, Bd. Clichy, Porte d’Aubervilliers … qué lejos la dulce Irma, con sus bragas y medias verdes. Hoy da igual. Fellini dijo que la puta es el contrapunto esencial de una madre. No se puede concebir una sin la otra (…) inmensa e inasible, omnisciente e ingenua. Exactamente como nuestras fantasías. Entre tanto, la Assemblée Nationale reafirma su posición abolicionista en materia de protitución. El PCF defiende la iniciativa, combate contra la explotación sexual que definió la Convención de la ONU en 1949: la prostitution est une violence terrible et une violation des droits humains. Antigua moral de acero que no es de hoy. Charlotte barre condones llenos de semen. Yo… le como el coño.

He estado mes y medio en el André-Mignot de Chesnay, un psiquiátrico cerca de París. Dicen que no sé distinguir bien entre medicinas (drogas), placer, ocio (no odio), voluntad y responsabilidad. No recuerdo nada porque la disociación siempre estrangula lo más real. Me trasladó una secuencia de sirenas y enfermeros amables cuando avisó Anette, mi vecina: llovían martillos en lugar de lágrimas, y el techo no alcanzaba el final de las paredes. Es imposible rechazarse a una misma. Me senté entre sollozos en el umbral de mi piso. Abracé el vacío en bragas. Qué impresentable…

29 sept 2011

I’ll just bid farewell till we meet again

Llevo varias semanas con la sensación de caminar sobre trozos de vidrio. Nada que ver con acróbatas ni tragadores de fuego. Intento escribir algo, pero cada vez que se me ocurre un pensamiento sutil me sale como un trozo de botella. Miro hacia afuera sin ver ni entender el orden de las cosas ni el sentido de estos días. Veo el cielo sin salir de casa desde googlemaps (amenaza lluvia: qué lluvia sería aquella) y pienso...

Los jardineros son los profesionales que más valoro, porque además de tenerlo todo hermoso siendo los lugares feos, parecen felices acariciando pétalos como ninfas de adolescente que en lugar del olor crudamente hermoso de las ingles huelen perfumadamente suaves como otros pliegues del deseo. Felices rasando praderas de hierba, ordenando hojas de hiedra, podando bonsáis de la bahía de Halong, reconduciendo raíces y viendo crecer los frutos de las magnolias o imaginando el interior como de vagina de las granadas jugosas. Había jardineros en el Edén y debe haberlos en las azoteas de los banqueros. Lo veía todo desde la mesa de la redacción, desde la mesa de la celda, desde la ventana de mi sueño inacabado. Terminé suicidándome. Con todas las macetas marchitas en mi piso, aquellos peces naranjas muertos, sin poder soportar aparecer en los sueños de otros: no aguanté que ella me soñara en otro continente entre sus muslos mientras yo aquí era infeliz, incapaz de ver crecer la enredadera camino del cielo cuyo trazo era capaz de prever y dominar aquel hombre con mono verde.

Después de los jardineros las personas más envidadas deben ser los escritores. Yo no tengo ninguna pericia con el lenguaje, me cuesta ordenar las palabras y elegir aquellas que mejor cuadren en el lugar que ya he imaginado. No sé si el tiempo verbal es un adorno real o imaginario, viajo al pasado y al futuro adornando con palabras como si fueran cintas doradas de navidad o alzacuellos dolorosos manchando de luz negros pensamientos. Digo los escritores, no pretenciosos que creen que escribir se puede aprender. Es un don. Un don como ser multiorgásmica. Como entender el sonido de una partitura, dibujar una sinfonía, oír en la oscuridad las sombras desplazándose camino del mar o calibrar la densidad del placer de una misma. Un don como el de la suavidad de la piel y el dolor del alma. Ojalá hubiera podido morir leyendo alguna de las páginas que me hicieron emocionarme alguna noche de desvelo que sólo terminé conciliando el sueño después de cinco poemas, tres capítulos, un beso volado en una buhardilla de Roma y un pecho desnudo en un jardín japonés.

Seguramente, aunque esto lo ignoro -porque es un oficio que tengo idealizado y a alguien le podría parecer incómodo y hasta inconcreto leerlo- otras personas felices sean las putas. Putas tristes o alegres, siempre voluntarias, aunque tanto da si viejas o jóvenes. Vivir de los orgasmos ajenos y alguno propio, del semen marchito que flota en agua de jofainas villonianas, de volver los ojos más allá del cristal y suspirar y ver la lluvia y atravesarla con la mirada mientras el movimiento ajeno busca un placer seco dentro de ti y recordar a tu madre también puta, imaginar un orgasmo limpio y tratar de recordar si un día tuviste inocencia. Todo inmaterial, todo evanescente: el coño como centro del mundo: Courbet. Dicen que -¿o serán sólo los hombres?- los suicidas, los ahorcados más concretamente, mueren con la polla dura y con un triste moco de semen colgando. Cuando yo me quité la vida no me corrí ni nada parecido. Putas siempre vírgenes. No se me ocurre nada parecido sino las novicias: las putas de un dios polígamo.

No me vienen a la cabeza otros trabajos interesantes: porque no pagan por estar desnuda en la arena de la playa, ni por nadar adentrándose en un mar cálido o ver películas de cine en blanco y negro. No me pagaron por conversar, fumar opio ni bajarme las bragas, pasear por los arrozales de Vietnam ni leer... quizá sí leer para otros, pero parece triste. No lo sé. Mi abuela vivió cien años feliz y sin trabajar un sólo minuto de su vida. Tuvo hijos. Amó. Dejó marchitarse su cuerpo cuando el tiempo le dijo que ya no había seda dentro ni espinas fuera. Antes, vivió sin mirar atrás una sola vez. Cuando la semana pasada puse una piedra sobre la lápida de su sepultura en el cementerio del Monte de los Olivos de Jerusalem pensé que hubiera querido ser ella. Por eso, por no serlo, ni ser jardinera, ni puta o novicia, ni tener el don de la palabra o poder convertir en fuego lo que toco, pensé en dejar el mundo. Se lo dije a mi rusita mientras dormía de madrugada, nada más llegar de Orly. Cansada y con ganas de dejar de ser. La pistola es una Makarov que heredé de ella; está en una sombrerera de Borsalino, en el armario.