19 dic 2008

La Santé

Marie va y viene, entra y sale de la buhardilla como una gata por su gatera -'cuando mis dedos acarician complacidos/tu cabeza y tu lomo elástico,/y mi mano se embriaga con el placer/de palpar tu cuerpo eléctrico'-. Es libre. Se mueve dócilmente pero con desenvoltura: trasnocha y luego viene a dormir, atraída como por un imán -'un aire sutil, un peligroso perfume,/ flotan alrededor de su cuerpo moreno'-. O no. Unas veces llego del trabajo y ella está allí: dos platos sobre la mesa y guiso y velas -¿No será un hada, Dios?-. Otras, llama y disculpa su ausencia: otra gata se habrá cruzado en su camino -'su grupa fecunda está llena de chispas mágicas,/y fragmentos de oro'. Y Marie: con su chupa roja y sus botas, su moto y su libertad -los ojos le lloran del frío: compra un casco con visera y gafas, Marie, que aunque sepa que son del frío esas lágrimas me producen tristeza-, su amor propio y su inmensa ternura, es maestra, y tiene su propio apartamento en Montparnasse (Raspail con Montparnasse: rue Vavin). Cerca del centro donde imparte sus clases: trabaja en La Santè, una carcel. Ella adormece los más crueles males y contiene todos los éxtasis.

Hace una semana Marie me pidió que la acompañara una mañana a su trabajo. Que impartiera un taller de foto y video a sus alumnos de bac. Visitar las aulas de una prisión para explicar cómo capturar imágenes...

Entrar en la cárcel es entrar en otro mundo. O mejor: entrar en la cárcel es abandonar el mundo por la puerta de atrás. El mundo en el que todos nos desenvolvemos ignorando lo que es obvio: el marco de referencia de nuestras libertades, de nuestros derechos fundamentales y garantías individuales, de la protección a nuestra persona. Traspasar la puerta de la prisión -cuyo cielo vuelan los pájaros parece que sin importarles-, aun solo de visita, pone los pelos de punta. Un muro de hormigón y piedra de 4 ó 5 metros coronado por alambres de espino. Es curioso: el mismo muro que encerró a Apollinaire, Victor Serge, Leon Daudet, Chacal, Maurice Papon, al hijo de Miterrand y que no deja salir a algún etarra aún. Después, una tierra de nadie atravesada de alambradas: aún no se ve ningún preso. De entrada, un control donde, sin cachearte, te hacen sentir incómoda. Eres, más que un visitante, un invitado. Y debes dejar todas tus pertenencias bajo llave: estás en una carcel, pueden robarte. Comienzas a ver a los presos. Lo peor: cada vano que atraviesas, cada espacio que transitas, cada puerta cuyo umbral cruzas, se cierra tras de tí con un aparatoso sonido metálico. La primera vez te sobresalta y vuelves la mirada. La segunda vez ya sabes qué es. Después solo te invade la tristeza.

Dentro del aula me espera toda una geografía étnica, la torre de babel y las siete tribus de israel: un ensemble de razas, acentos, colores, olores, tamaños y fisonomías que no podía imaginar: magrebíes, orientales, negros, negros negros, latinoamericanos, europeos... Son alumnos. Y a la vez son víctimas y verdugos. En algo fueron vulnerados y algo vulneraron de ese sistema codificado de garantías y derechos. Escrutas su rostro y tratas de fijar tu mirada en sus ojos. Averiguar por qué está allí cada uno de ellos: el profesor no sabe -nadie se lo dice, es el reglamento, es la ley- la razón por la que cada uno de los alumnos ha perdido su libertad: tal vez un robo, tal vez una agresión, tal vez una violación, tal vez una muerte. No puedo. Aparto los ojos. Ellos ahora son alumnos. Y son correctos conmigo. Atienden en silencio. Parecen entusiasmados. El taller es práctico, y siempre guardan una distancia respetuosa que no les he pedido. Pero que ellos respetan: la carcel es coercitiva, amenaza con castigar, castiga la contravención de lo establecido. Estímulo-respuesta (el Estado es el único titular de la violencia legítima y, en un Estado de Derecho, esa violencia está reglada con normas que contienen prohibición). Marie me cuenta que para ellos acudir a clase es la vida, de lo contrario permanecerían en sus celdas o en el patio, si el tiempo lo permite. Luchan cada día por conseguir salir de sus celdas. Los sábados, domingos, festivos y vacaciones -se acercan los días de Navidad- son para ellos días nefastos: no hay clase.

Unos minutos después de terminar tomo un café con Marie y otro compañero suyo, Pierre, en la cantina de la prisión. Me dicen que los alumnos no han querido continuar con las clases, que estaban trastornados; inmediatamente pensé en mí como causa, pero me explican que no, que es porque yo olía a libertad y a calle, no a talego. Mi olor, no mi perfume: me rodeaba el aire arrastrado desde la calle, que para ellos es peor que oler a channel en aquella letrina. La carcel no huele mal, pero sí a cerrado, a un aire estancado de siglos. Es el mismo aire que respiraron Apollinaire, Serge, Chacal o Daudet.

Cuando salgo de La Santé y enfilo caminando lentamente el Boul Arago bordeando el muro, pienso en lo poco que valoramos la libertad. Enfrente hay una escuela. El ruido que proviene del patio, tras su tapia, es bien diferente: risas, gritos, alegría... Después, un monumento -parece un pedestal vacío- a F. Aragó (1786-1853). No se quién es, pero su ausencia me hace pensar, cuando me detengo a comprar cigarrillos y Le Monde, que ellos no pueden salir siquiera cinco minutos de la prisión a por algo tan sencillo como cigarrillos y el diario. Marie nunca me ha hablado de todo esto. Su concienca es densa como el mercurio.

15 dic 2008

A working class hero is something to be

Il était une fois... así es como comenzaban los cuentos cuando yo era niña, cuando había cuentos y niños dispuestos a escucharlos. Estos días ordenaba libros por la buhardilla y, recóndito, pero lleno de anotaciones y puntas de página dobladas -lo reconozco: no soy respetuosa con los libros, nunca llevo un lápiz encima con el que anotar, y si lo llevo es peor- reencontré un ejemplar (mi ejemplar: un regalo de mi padre, con un prefacio de Hobsbawm y autografiado por el historiador) del cuento que más me gustaba leer durante mi adolescencia -soy así de rara-: el Manifiesto Comunista. Aquel cuentecillo, que hoy debería comenzar también con un il était une fois para continuar con su arranque original explicando q'un spectre hante l'Europe : le spectre du communisme -en lugar de que la très belle princesse...- parece definitivamente caido en el olvido. Echando cuentas, este año -y no recuerdo que nadie lo recordara- se cumplieron 160 años de su publicación.

Claro, ¿quién lee hoy día nada? Decía Bryce Echenique que los libros usados siempre están subrayados sólo hasta la página 10. ¿Quién lee hoy el Manifiesto Comunista? ¿Quién con ojos nuevos? Hace apenas 160 años sastres o ebanistas, artesanos, pueblo al fin, aún bajo la influencia de 1789 pensaban en el fin de una sociedad ya vieja que acababa de nacer y en construir un futuro. Simplemente: futuro. Sociedades de hombres -Proscritos, Justos, Comunistas, tanto da su nombre- exponían sus ideas en apenas dos docenas de páginas -parece que con pereza, por qué no decirlo: Marx escribía, dicen, bajo la firme presión de la fecha, como casi todos- y sus ideas se extendían como un incendio forestal por toda Europa. Cada palabra plasmada en el papel estaba ya escrita de antemano en el imaginario del pueblo como un deseo vehemente. En 1848 el continente ardía. Hoy está calcinado: el mundo transformado por el capitalismo que se describía en 1848 -sombrío, lacónico- se reconoce en el mundo que vivimos 160 años después.

Hoy el Manifiesto Comunista sólo hubieran aparecido a través de la web, en páginas líquidas, biodegradables, sin trascendencia. A lo mejor hasta con faltas de ortografía. Sin la fuerza casi bíblica de su convicción apasionada. Con la previsión, escrita en sus páginas, del fracaso. Las últimas palabras de su texto: "las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen un mundo que ganar" me parecen las más hermosas, pero hoy suenan como los monstruos del sueño de la razón, como reflejadas en los espejos de Valle Inclán. Hobsbawm dice que el Manifiesto tiene todavía mucho que decir al mundo en el siglo XXI. La sabiduría de la gente mayor, se ve. Porque yo miro a mi alrededor y sólo veo ojos oscuros. Ya lo dijo aquel otro también: "...you can't refuse / When you got nothing, you got nothing to lose / You're invisible now..." Sin embargo, hoy todos tienen demasiado que perder...

Dejo el Manifiesto en su sitio de la estantería. Me dejo caer en el sofá. Enciendo un cigarrillo. Imagino Champs-Élysées atestado de gente, riadas de hombres y mujeres de toda condición y bolsas cargadas de regalos y miedo. La Navidad es una puta mierda. Me quedo dormida y entre las primeras sombras del sueño una silueta difusa y esquiva sonríe y se frota las manos. No es el fantasma del comunismo, no...