29 sept 2011

I’ll just bid farewell till we meet again

Llevo varias semanas con la sensación de caminar sobre trozos de vidrio. Nada que ver con acróbatas ni tragadores de fuego. Intento escribir algo, pero cada vez que se me ocurre un pensamiento sutil me sale como un trozo de botella. Miro hacia afuera sin ver ni entender el orden de las cosas ni el sentido de estos días. Veo el cielo sin salir de casa desde googlemaps (amenaza lluvia: qué lluvia sería aquella) y pienso...

Los jardineros son los profesionales que más valoro, porque además de tenerlo todo hermoso siendo los lugares feos, parecen felices acariciando pétalos como ninfas de adolescente que en lugar del olor crudamente hermoso de las ingles huelen perfumadamente suaves como otros pliegues del deseo. Felices rasando praderas de hierba, ordenando hojas de hiedra, podando bonsáis de la bahía de Halong, reconduciendo raíces y viendo crecer los frutos de las magnolias o imaginando el interior como de vagina de las granadas jugosas. Había jardineros en el Edén y debe haberlos en las azoteas de los banqueros. Lo veía todo desde la mesa de la redacción, desde la mesa de la celda, desde la ventana de mi sueño inacabado. Terminé suicidándome. Con todas las macetas marchitas en mi piso, aquellos peces naranjas muertos, sin poder soportar aparecer en los sueños de otros: no aguanté que ella me soñara en otro continente entre sus muslos mientras yo aquí era infeliz, incapaz de ver crecer la enredadera camino del cielo cuyo trazo era capaz de prever y dominar aquel hombre con mono verde.

Después de los jardineros las personas más envidadas deben ser los escritores. Yo no tengo ninguna pericia con el lenguaje, me cuesta ordenar las palabras y elegir aquellas que mejor cuadren en el lugar que ya he imaginado. No sé si el tiempo verbal es un adorno real o imaginario, viajo al pasado y al futuro adornando con palabras como si fueran cintas doradas de navidad o alzacuellos dolorosos manchando de luz negros pensamientos. Digo los escritores, no pretenciosos que creen que escribir se puede aprender. Es un don. Un don como ser multiorgásmica. Como entender el sonido de una partitura, dibujar una sinfonía, oír en la oscuridad las sombras desplazándose camino del mar o calibrar la densidad del placer de una misma. Un don como el de la suavidad de la piel y el dolor del alma. Ojalá hubiera podido morir leyendo alguna de las páginas que me hicieron emocionarme alguna noche de desvelo que sólo terminé conciliando el sueño después de cinco poemas, tres capítulos, un beso volado en una buhardilla de Roma y un pecho desnudo en un jardín japonés.

Seguramente, aunque esto lo ignoro -porque es un oficio que tengo idealizado y a alguien le podría parecer incómodo y hasta inconcreto leerlo- otras personas felices sean las putas. Putas tristes o alegres, siempre voluntarias, aunque tanto da si viejas o jóvenes. Vivir de los orgasmos ajenos y alguno propio, del semen marchito que flota en agua de jofainas villonianas, de volver los ojos más allá del cristal y suspirar y ver la lluvia y atravesarla con la mirada mientras el movimiento ajeno busca un placer seco dentro de ti y recordar a tu madre también puta, imaginar un orgasmo limpio y tratar de recordar si un día tuviste inocencia. Todo inmaterial, todo evanescente: el coño como centro del mundo: Courbet. Dicen que -¿o serán sólo los hombres?- los suicidas, los ahorcados más concretamente, mueren con la polla dura y con un triste moco de semen colgando. Cuando yo me quité la vida no me corrí ni nada parecido. Putas siempre vírgenes. No se me ocurre nada parecido sino las novicias: las putas de un dios polígamo.

No me vienen a la cabeza otros trabajos interesantes: porque no pagan por estar desnuda en la arena de la playa, ni por nadar adentrándose en un mar cálido o ver películas de cine en blanco y negro. No me pagaron por conversar, fumar opio ni bajarme las bragas, pasear por los arrozales de Vietnam ni leer... quizá sí leer para otros, pero parece triste. No lo sé. Mi abuela vivió cien años feliz y sin trabajar un sólo minuto de su vida. Tuvo hijos. Amó. Dejó marchitarse su cuerpo cuando el tiempo le dijo que ya no había seda dentro ni espinas fuera. Antes, vivió sin mirar atrás una sola vez. Cuando la semana pasada puse una piedra sobre la lápida de su sepultura en el cementerio del Monte de los Olivos de Jerusalem pensé que hubiera querido ser ella. Por eso, por no serlo, ni ser jardinera, ni puta o novicia, ni tener el don de la palabra o poder convertir en fuego lo que toco, pensé en dejar el mundo. Se lo dije a mi rusita mientras dormía de madrugada, nada más llegar de Orly. Cansada y con ganas de dejar de ser. La pistola es una Makarov que heredé de ella; está en una sombrerera de Borsalino, en el armario.