22 oct 2008

Tatuaje

El otro día, la otra tarde -lluvia de nuevo en el alero de zinc de mi buhardilla-, justo después de escribir este post a una entrada titulada 'Perfume'...

"Durante un cuatrimestre, estudiante en Barcelona, adoré un perfume de vainilla que se perdía por los pasillos de la Facultad. Denso, dulce, perfecto, embaucador... Desesperaba poniéndole cara, disfrutaba confundiéndome de persona y excitándome, incrédula de que un perfume sacara lo peor de mí misma.

Una tarde oscura de lluvia, apretujada en el autobús de regreso, Diagonal abajo, el perfume -ella- se posó a mi lado. La lluvia, la humedad, el deseo se conjugaron en una suerte de encuentro a la deriva de una mar de marejada tendiendo a fuerte marejada.

Nada quedó ileso, los restos del naufragio confirmaron que, esta vez sí, el cuerpo bajo el perfume era como el mismo perfume: Denso, dulce, perfecto, embaucador.Debió cambiar el perfume, no la olí más en el segundo cuatrimestre. Ni después. Pero cada vez que alguien se cruza conmigo con ese aroma recuerdo su rostro, su voz, la lluvia..."

...me acució cierta intranquilidad que no supe concretar de inmediato más allá de esos últimos puntos suspensivos pero que, dos cigarrillos y una mirada al cielo para ver si podía sacar la Vespa después, pude resolver.

Se llamaba -se llamará aún- Anna y lo que me turbó de su recuerdo no fué ya su perfume a vainilla -suave, apacible y envolvente-, sino algo de ese cuerpo acogedor que logré visualizar un instante después: sus tatuajes. A Anna le revoloteaba una mariposa justo encima de donde debiera haber estado su vello púbico. A Anna le gustaban los tatuajes y tenia su geografía trazada de líneas de colores, palabras, figuras y símbolos que yo recorría atenta y detenidamente tratando de desentrañar -especialmente las tardes y las noches de los sábados y las perezosas mañanas dominicales- como si en aquel jeroglífico estuviera la clave de una pasión que pudiera convertirse en eterna. La luna en su nalga izquierda y un sol llameante -dentro del cual se consumían en el fuego dos iniciales desconocidas- en su nalga derecha, un a modo de alfa y omega, principio y fin de todo sobre su hermoso culo moreno. Un corazón sobre -justo- la rabadilla, corazón huidizo con alas que parecía volar escapando hacia unas volutas y espirales negras que se evaporaban espalda arriba, entre sus homóplatos, hacia sus hombros. En su nuca, un colibrí sobre un texto oriental que nunca supe -ni pregunté- qué significaba. Sólo lo imaginé y murmuré en susurros. Y unos hermosos y delicados pequeños árboles japoneses -bonsais- abrían sus ramas bajo sus diminutos pechos, envolviéndolos de hojas verdes y rojas, sosteniéndolos como frutos de deseo. De todos, sólo un tatuaje, uno, asimetrico: en su brazo derecho, sobre su codo, un cuadrado azul oscuro sobre el que se recortaba una estrella blanca. Me contó que alguien en algún lugar llevaba en su brazo izquierdo, sobre su codo, el negativo de esa imagen: una estrella azul sobre fondo blanco. Complementarios extraviados, corazones eternos mientras duraron, un juego de promesas rotas. Ahora, la ausencia dolor.

Esta misma mañana, sol helador, me ha tentado la idea de ir a hacerme un tatuaje -entre St.-Denis y Beaubourg hay varios lugares aceptables-. Incluso tenía decidido el motivo y el lugar: un pequeñísimo -soy cobarde: el arete que llevo en la nariz me costó un aparatoso mareo- y esquemático caballito de mar sobre una de mis dos ingles -esto estaba por decidir-. Afortunadamente mi indecisión me trasladó, mientras caminaba dentro de mi particular imaginario, al lugar remoto y portuario de marineros, furcias y lejanísimos contactos maoríes; a ese otro carcelario y suburbial de amores de madre e iniciales esperando más allá del muro; a aquel otro de las cifras en los antebrazos judíos. Prejuicios y marginalidad dibujándose en forma de líneas en los cuerpos, sobre piel desnuda. Finalmente: entro en el Beaubourg, visito una interesante exposición: Le futurisme à Paris, y subo al nivel 6 -terraza, cafetería- donde fumo un cigarrillo, miro París y tomo un café. Decisiones aplazadas. Mañanas plácidas. Nostalgias de otras pieles.

15 oct 2008

Abel, yo, tú, él...

Leo los diarios en internet, y me sale del tirón entre Étoile -con trasbordo en Hôtel de Ville- y République sin siquiera querer pensarlo. Hay días extraños dentro de la cabeza. O la lluvia. Me deberéis disculpar.

"Aún guardo, padre, la quijada del asno. Tenía sed de venganza. Sed, ser, Set, maldito hermano mío, maldita sea: aún veo el titular, negro sobre blanco, de aquel viejo diario: 'Nace el primer bebé seleccionado genéticamente en España para curar a su hermano'. Nací para curar, vine para dar vida a otro. Vine a sustituir al otro: una vida regalada y Abel era único. Yo lo sabía y por eso lo maté. Y aquí la tengo: su tacto es frío, helado hasta la médula de los huesos. Esta quijada. Manchada de sangre y orgullo pero, sobre todo, de incomprensión.

Ese era mi objetivo. Yo también busco, como tú. En algo nos teníamos que parecer, ¿no crees, padre? Sólo que tu buscas para amar –o eso dices–, y yo para matar. ¿Quién es más humano? 'Un bebé libre de una grave enfermedad hereditaria que padece su hermano y con el que es compatible', decía la prensa. También se mata cuando se ama, se matan cosas de uno, se aniquilan las cosas que no gustan del otro. La vida es una carnicería. Quizá lo único malo en mí es, padre, que no supe nunca canalizar mi amor. Que mi amor no estaba bien dirigido. Quizá, incluso, yo ame más que tú, querido padre.

Callas. No dices nada. Como siempre, no dices nada. No fui el favorito, aquel bebé tan deseado: 'El niño nació el pasado domingo con la esperanza de poder dar a su hermano de 6 años y afectado de beta-talasemia mayor, una oportunidad para seguir con vida'. Abel, Hável, Habil... pastor. Pero soy el superviviente, Caín, Qáyin, qué curioso que este nombre no aparezca en el Corán: agricultor de manos encayecidas entre cuyos dedos la quijada resulta suave como la piel de una mujer, dura como el metal del arado. Mi búsqueda termina en mí, porque yo tengo la quijada. Estoy armado, como el cándido David ante el león y el oso, hijo también de la progenie de Israel. Tantos siglos dan para sentirse solo. Pero he de confesar que, si no hubiera acabado tan pronto con Abel, seguramente hubiera llegado a quererle mucho. Ahora, como a tí, padre, le echo de menos. Y por eso le busco también en ese bastardo concebido para sustituirle: Set. Abel, tranquilo en la tierra, regreso para vengarme, me vengo de ti, yo te defiendo, ahora después de todo.

No es enmienda, ni culpa: porque no la siento. Padre: ¿cuando descubristeis que estabais desnudos en el Edén, sentiste vergüenza? Yo también mordí mi manzana. Justifiqué mi pecado y no me oísteis. No atendisteis mis razones. Sé que no estuvo bien, pero lo hice para recuperar la voz. ¿Por qué cuanto más labraba la tierra su fruto era más estéril? ¿Soy, pues, culpable? Cuando dios me interrogó acerca de su paradero, le respondí: '¿Es que soy yo el custodio de mi hermano?'. Sabiendo Yavéh lo que había ocurrido, me castigó condenándome a vagar por la tierra de Nod eternamente. 'Un bebé libre de una grave enfermedad hereditaria...', 'que el futuro niño pueda aportar células con las que intentar curar la enfermedad del hermano mayor...', 'su sangre servirá para realizar el trasplante que necesita su hermano para superar...', 'un hito médico', decían todos aquellos titulares. Todo resuena como un eco en mi cerebro: fuí un instrumento servil que crece para dar sentido a la vida del primogénito condenado a morir. Pues también vengo a desbaratar tus planes, queridísimo padre. El árbol de la vida es el que tú persigues. El árbol de la vida para que dé muerte. ¿No es paradójico? Muchas veces me río solo, padre, a pesar del llanto silencioso de madre. De sus desesperadas lágrimas por el pesar de tu patética andadura. No me extraña que sea tan malo, tuya es la semilla. Dolor. Veinte años rumiando satisfacción para un agravio.

Sombra de su sombra, aliento de su aliento, vida de su vida, pequeño bajo su altura, siempre mis puños lucharon contra el vacío mientras sus manos amarraban la piel tibia. Yo, agazapado, desnudo en los siglos, dando ridículos saltos quemándome la planta de los piés. Él, poniendo cerco al fuego de la espada, burlando la guardia, brillando ante tus ojos, ante vuestros ojos. Mi gesto severo y su ternura. Lo negarás, claro. Los silos de arena del tiempo te harán hoy pensar que no. Comiste de la manzana y conseguiste la eternidad. Estarás contento, carnal padre, nos condenaste a todos a este peregrinar absurdo por la Historia.

Madre, ¿tú también querías más a Abel? ¿También le querías más a él? Finalmente lo que me llevó a matarle no fue la preferencia de Dios, sino tu silencio indiferente. 'Un nuevo hijo que no sólo está libre de la enfermedad hereditaria, sino que fuera absolutamente compatible con su hermano puesto que tiene idéntico perfil'. La dignidad humana se prostituye. Sin él nunca hubiera existido. Existo porque él me necesitó. Medicina. Medio para un fin. Justificación. Prueba de algo. No soy por mí, sino por él.

Los celos, dicen, son el interés extremado y activo que se sienten por una causa o una persona. Recelo. Yo sentía recelo de cualquier afecto que pudiera alcanzar él. Por eso no entiendo que dijeran que enloquecí de celos. Tal vez, sí, actué con celo. Por la mañana, y mientras aún dormía, golpeé y golpeé hasta sentir que vencía la resistencia dura de su cabeza. El primer golpe fue certero. Los siguientes, reiterativos, casi con desgana, vencida mi mano por el peso de la quijada. Desagradables: cada vez había más sangre. Después, me fui a mis sus cultivos. Todavía me pregunto que porqué una quijada.

Luego, todo aquel lío con el Juez. Los días fugitivos, los gatos cervales, Lilith y la lujuria... Y la nueva gravidez de madre. Volver a comenzar. Siento dentro un cansancio como de 100 años."