19 ene 2010

Where black is the color and none is the number

A los pobres sólo se les ve cuando se mueren. Cuando asoman su manos inertes bajo las planchas de cemento, ya grises como el cemento. Cuando se les hincha el vientre vacío a los niños mientras las moscas que se pasean por la comisura de sus labios les roban la vida. A las víctimas del sistema sólo les ponemos cara cuando aparecen sus cuerpos reventados bajo los cascotes de edificios miserables que se vienen abajo con los terremotos, los huracanes o las guerras, pero siempre como imagen de fondo de sesudos analistas que hablan de por qué no construyen sus casas de acuerdo con las normas de prevención sísmica y no de ese modo tan miserable -ignorando la variable de que viven en la miseria-. A quienes osaron nacer en la periferia de nuestro mundo desarrollado -tuvieron simplemente la azarosa desgracia de nacer ahí- y vemos en fotografías o videos con sus vidas ahogadas en charcos de sangre los matan las armas que, puestas en el mercado por nuestra flamante maquinaria industrial deslocalizada, arrasan países de cuyo dominio depende el sostenimiento de la economía del desarrollo. Las desgracias, pensamos, se ceban en los pobres sin pensar que el anzuelo de la muerte, del dolor y de la miseria estaba ya, antes de que temblara la tierra o barriera el viento y el agua su precariedad, enganchado a sus paladares tirando de ellos hacia la oscuridad. Desde cientos de años atrás, desde que les usurparon su libertad, desde que fueron llevados a una falsa tierra de acogida para ser destrozados por la esclavitud. No duelen las fracturas y las heridas físicas, sino los desgarrones que anidan en el dolor del alma.

La ayuda humanitaria (sic) que se desgrana hoy tenía que haber llegado en forma de maldición sumaria primero sobre Francia, después sobre los EEUU que tomaron y ejercieron su poder absoluto directo sobre la isla desde 1915 a 1934 y, después, sosteniendo sucesivamente a Papa Doc y a Nene Doc (los Duvalier) desde 1957 a 1986, ayuda humanitaria que nos hace olvidar que Haití fue el segundo país de América Latina en proclamar su independencia en un proceso revolucionario abolicionista de una población en un 95% con origen en el África subsahariana, ayuda humanitaria para tapar la violencia política, los golpes militares subvencionados por el Norte, las crisis acumuladas en la paciencia de ciudadanos que nunca lo han sido, ayuda humanitaria vestida de uniforme militar para poner orden entre los cadáveres: bienvenidos los soldados que dejarán que los pobres lo sigan siendo, ayuda humanitaria vestida de periodistas que nos dirán lo que dicen que ha sucedido desde la cafetería con wifi y whisky de un hotel cuatro estrellas y entre rumores de sábanas, en forma de turismo solidario de lujo de ciudadanos del primer mundo con sentimientos de culpa que cauterizan con la persistente muerte acumulada de siglos, ayuda humanitaria encarnada en cascos azules que violarán o abusarán de mujeres desesperadas de hambre, miseria y lágrimas y parirán hijos envenenados por lo que no nunca podrán ser. Ayuda humanitaria que no es desarrollo, sino caridad. A Port-au-Prince no llega nada: ni recogedores de cadáveres, ni comida extranjera, ni esperanza: sólo una pesada lluvia de logotipos de fundraising que desembocan en cuentas bancarias suizas -nos enseñan que cuando los ministros de Haití se llevan el 50% del dinero para ayuda lo debemos llamar 'corrupción'; y que cuando son las ONG las que se lo llevan, debemos llamarlo 'gastos generales'-. Dios no existe, aunque su ignorancia le rece, porque no castiga a quienes mienten; porque ante la tragedia sólo hay llanto, murmullo, silencio de quien no se atreve a gritar lo que podría consolarnos -pura convención- porque el dolor es concreto y agrede a quien toca. La solidaridad es una palabra de mierda revoloteada de moscas en forma de palabras de consuelo. Ante el olor de los cadáveres en descomposición, vomitamos dinero.

Las madres que sostienen entre sus brazos los cadáveres de sus malogrados recién nacidos tenían también en sus cabezas la idea, vana ahora, de una vida mejor que la suya -de pura supervivencia- en un infierno de campos de refugiados o en un inframundo sobrehabitado e infecto de hombres vestidos de uniforme y ausente de alimentos: hubieran querido que sus hijos ya muertos hubieran sido al menos niños, aunque heridos de odio. ¿Qué pasa por dentro de sus cabezas famélicas, qué esperanza sin resentimiento hay en los ojos de los 30.000 niños diarios -diarios- que mueren cada día a causa de la guerra capitalista, del hambre capitalista, de la sobreexplotación capitalista?¿Dónde está el cuaderno con la lista infinita de muertos que causa sostener nuestro falso bienestar de deseos tan permanente e innecesariamente satisfechos? Desde mi opulencia -relativa- veo mil millones de personas atrapadas en la pobreza absoluta. El 70 % son mujeres. 7 de cada 10 personas que mueren de hambre en el mundo son mujeres y niñas. Aquí, una alfombra roja y un desfile de millonarios me sonrojan con su limosna miserable y puntual. Aquí, a los respetables votantes, nos preocupa que adelgace el estado de bienestar, que la democracia -¿pueblo o plebe?- que nunca lo ha sido deje de serlo, que la primera dama parezca honrada aunque fuera puta, nos preocupa la cadena perpetua de las hipotecas o que los políticos se pavonéen en las filas del desempleo, que se nieguen los derechos ciudadanos a quienes huyen de los abismos de bosques sombríos plantados por quienes plasmaron un día esos mismos derechos sobre el papel. Oradores con las lenguas rotas...

Y me doy rabia por pensar en esto, por esta letanía lenta, me odio por hervirme la sangre ahora, cuando el cinismo sale a pasear por los medios al detectar un infierno que ya existía y en cuyo calor y hedor no habíamos reparado, me doy asco por no pensar más en el cuerpo blanco y desnudo de Silvie y dejar que se me cruce ante los ojos la película de la muerte que sé que se proyecta cada día aunque yo esté ausente de la sala, no me soporto porque me desvelo esta noche pensado esto cuando hace una semana dormía como un bebé, aunque ya el color era negro y el número, nada.

15 ene 2010

Para que las cosas salgan bien tienes que querer hacerlas, y yo no quiero

Son las cuatro de la mañana, finales de Diciembre / Te escribo con la única intención de saber si estás mejor / Nueva York es frío, pero me gusta donde estoy viviendo / La música suena en la calle Clinton durante toda la tarde...

Desde mi regreso, no logro conciliar la rima de mi prosa con mis sentimientos. Cuanto menos me cuesta ponerlos sobre el papel, más difícil me resulta expresarlos en la vida cotidiana. ¿Sabes esos día de bajón miserable? No, no un día gris, triste y nada más. Un dia de los que te sientes hundida en la miseria: tienes miedo y no sabes de qué tienes miedo. ¿Has tenido esa sensación? Cuando me siento así, lo único que me ayuda es coger un taxi e ir a Tiffany. Me tranquiliza de inmediato: el sosiego y la seguridad que hay: en un sitio así no podría ocurrirte nada malo (...) Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como en Tiffany's, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato... (Ay, Holy Golightly, pequeña y frágil Lulamae, cómo te he llegado a querer en ese recorrido mítico entre la 5ª, el Plaza, la tienda de los diamantes, el territorio prohibido del zoo, Central Park, Lexington av. y la esquina del bar de Joe Bell). Y es que llevo varios de estos gélidos días -después de la tempestad de NY, después de la templada nostalgia romana, ahora en la confortable soledad de mi departamento de París- dando vueltas a la geografía de las cosas cotidianas, a lo que pasa inadvertido a nuestros ojos y está ahí delante: el sonido común al otro lado de la pared, la gente que sale de la boca de metro vista desde la ventana (parecen siempre los mismos), los vecinos, nuestra calle, el estanco, una pareja deshaciéndose, la botella de vino, un olor (el olor del papel y la tinta del diario, por ejemplo), otro olor (de comida en el portal de casa), la textura de nuestro cuerpo cada día, besos sin amor, el camino diario repetido del trabajo, la cartografía variable de los lunares de su vientre, beso de despedida, tarde de domingo, el techo desde la cama, visto, desvisto, desvelo, despierto, sueño (con otro viaje), la enésima queja, el lamento por la distancia, un objeto reconocido en la oscuridad, la voz conocida al otro lado del teléfono, la sedimentación natural de las vidas, de su tedio. Huimos de la vida cotidiana. Del desgarro de la vida cotidiana. Del nada y del nadie que inunda día a día la vida hasta completar otro año. Entonces... el tiempo.

Comencé a pensar en ello el día de mi regreso cuando, subiendo las escaleras de casa cargada de equipaje, vi las llaves puestas en la puerta de Silvie: llamé para decírselo, finalmente -sin respuesta- abrí y la ví al fondo del apartamento -como si fuera parte de un anuncio de Oliviero Toscani- follando como una posesa en el sofá sobre un tío negro, muy negro. Ella, la piel tan blanca como la leche. Con un gesto de la mano me hizo saber que no era el momento y yo, tras un momento de perplejidad, no pensé tanto en la estampa como en el contraste de sus pieles. ¿Es que no había visto nunca follar a alguien? Es útil encontrarse de vez en cuando en el departamento de los sorprendidos.

También pensaba el otro día en el motivo y carácter que define los días festivos que jalonan nuestros calendarios alegrándonos la vida (o no). Con desilusión, debo decirlo. Porque que en un país laico como Francia se mezclen en su calendario días como el Día del trabajo, la celebración del fin de la II Guerra Mundial, la Fiesta Nacional del 14 de julio o el Armisticio de 1918 con otros como el lunes Santo, la Ascensión, Pentecostés, la Asunción o Todos los Santos, me deja trastornada de cotidiana religiosidad. En España es más patético: Epifanía (los reyes magos), San José, Jueves y Viernes santo, lunes de Pascua, el Pilar (fiesta nacional), Todos los Santos, Inmaculada Concepción, Navidad, Corpus, todo trufado de las fiestas de los santos locales... excepto las celebraciones civiles de los días de la Constitución y el 1º de mayo. La costumbre y lo oscuro son lo cotidiano. Y, sin embargo, donde más coherencia he encontrado es entre los estadounidenses: Año nuevo, aniversario de Martin Luther King, aniversario de Washington, Día de los Presidentes, Memorial Day, día de la Independencia, día del Trabajo, día de Cristobal Colón, día de los Veteranos, Acción de Gracias y Navidad. Lástima que les fallen tanto sus gobernantes. En realidad no: les falla el capitalismo.

Terminé pensando -quién sabe la razón: ¿qué fijará dentro de nuestras cabezas el foco en una idea determinada?- en la distancia que separa el ombligo y el sexo de las mujeres: lisa y larga como un pensamineto al amanecer, plana, a veces desembocando en un coño de pálida y pulida desnudez (jodido eso, aunque queramos creer que cotidiano, jodido), a veces pura jungla. En mirar la espalda desnuda de la otra persona pensando óomo es la nuestra. Pensándola nuestra. En el sonido hueco de una bofetada. La bofetada que una mujer recibe de otra.

Se que, otra vez, voy a ver amanecer mirando por la ventana. Aunque ya no siento frustración. Lo he logrado del mismo modo que cuando uno encuentra lo que ha perdido: dejando de buscar, dejando de escapar... Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerta