17 dic 2012

TIME IS A JET PLANE... IT MOVES TOO FAST

Regreso después de tres meses de ausencia. Me quema bajo los pies el suelo que piso. De vuelta, giro la llave y entro en casa. No escribo, sé que no escribo. No escribo pero el tiempo sí se mueve -no pasa: se mueve- rápido, tan rápido como los aviones. Si no pasa nada, el tiempo no pasa. O sea, no se mueve. El tiempo se mueve, se acelera cuando suceden cosas. Porque el tiempo siempre ha sido un aliado estratégico. El tiempo se acelera, se mueve rápido en la historia: las cosas cambian, sucede la revolución. No, no escribo desde el mes de julio porque nada había cambiado. Ni aquí ni en ninguna otra parte (es el tiempo, hoy todo en crisis, el que está en crisis y ha cambiado: cambia la percepción, el uso y la explotación del tiempo. Como el trabajo. Hoy ya el tiempo no es un camino hacia el progreso, sino al crecimiento del beneficio. El tiempo es circular. Y el trabajo no es un derecho, sino una concesión. Todo parece llevar de regreso a la Edad Media). Aún así, el tiempo se ha movido para mí. Yo con él.

En agosto la ciudad se desdibujaba en mañanas grises y bochorno abúlico. Turistas -y no viajeros- que creen llegar a un edén que sólo es selva de puertas cerradas, asfalto deshabitado de vida y largas colas en los museos. Me quedé aquí para huir después.

En septiembre, casi antes de que otras ciudades europeas ardieran en protestas y violencia, me engaño a mí misma camino de Nepal. Seis pares de bragas, seis camisetas, tres pantalones, jabón y el cepillo de dientes en la mochila. No tener nada parece sencillo. Monjes burdeos y azafrán a quienes sólo les pertenece su ropa interior, ciudades apéndice de monasterios donde todo es de todos porque nadie tiene nada. Pobreza de arroz y harina, de agua y verduras. Traduzco palabras al inglés a un lama y sus discípulos en el monasterio de Khawalung. No sé por qué necesitan aprender inglés estos pequeños budillas de cráneo rasurado que no conocen ninguna carnalidad y que se debaten -mientras memorizan textos y dibujan caligrafía tibetana- en miradas aparentemente tímidas entre no ser y trascender espiritualmente -nirvana sin música- junto al regazo de un profeta de la luz escapando de aquellos eriales nada hermosos, sólo extrañamente lunares. Diferentes. Allí aprendo a dejar de pertenecerme a mí misma. Y de fumar.

Cierro la puerta tras de mí cuando diciembre languidece helando y anocheciendo las calles de París. Otra vez rutina hecha de ceniza. ¿Cuántas veces respondiste cuando necesité tu ayuda? Me diste la llave de tu puerta y un plano para alcanzarla. Pero ahora la playa desierta y los restos del naufragio mienten sobre la arena de nuestros días pasados, escrito en una nota bajo la puerta. Ahora tus ojos no reconocen el camino trazado por tus dedos. ¿Regresas?

Desvelada, velo en penumbra hasta descubrir que la vigilia es sueño. Sueño despierta. Y el sueño es una realidad confundida de presente y viejos ayeres. No me gusta. Nada. Tan confundida, recuesto la cabeza. Cierro los ojos. Respiro hondo. Me desdibujo, desmadejada, con la nota entre los dedos.

Ella era ciega y ahora no. Reina entre las sombras, ha vapuleado a la oscuridad. ¡Para qué la oscuridad si no es el fondo de los sueños! La quería, la quise ayer y ahora no. Antes veía mis ojos con sus dedos, ahora los mira y los ve –ay, la medicina!- y no está segura de que lo que ve le guste. Era salvaje. Ciega y salvaje. Derrotada su alma en el suelo mientras su cuerpo seguía aún sudando entre mis brazos. Y mis ojos eran su lazarillo y su retrato hablado. Ella sólo ponía las lágrimas, que yo no tengo, sobre mi vientre. Ahora rodeo con los brazos a su hija. Y la adopto. Este bebé. Desde que hace unos días vi Cesare deve morire me da vueltas en la cabeza una frase de la película: desde que he conocido el arte esta celda se ha convertido en una prisión. El arte, la vida. Qué más da. Esta vida me empuja en dirección desconocida. Laura se marcha dejando esta pequeña criatura, con mi nombre. Conmigo. Vuela, ahora que puedes ver el cielo...